lunes, mayo 22, 2006

Alguien, de Borges


Un hombre trabajado por el tiempo, un hombre que ni siquiera espera la muerte (las pruebas de la muerte son estadísticas y nadie hay que no corra el albur de ser el primer inmortal), un hombre que ha aprendido a agradecer las modestas limosnas de los días: el sueño, la rutina, el sabor del agua, una no sospechada etimología, un verso latino o sajón, la memoria de una mujer que lo ha abandonado hace ya tantos años que hoy puede recordarla sin amargura, un hombre que no ignora que el presente ya es el porvenir y el olvido, un hombre que ha sido desleal y con el que fueron desleales, puede sentir de pronto, al cruzar la calle, una misteriosa felicidad que no viene del lado de la esperanza sino de una antigua inocencia, de su propia raíz o de un dios disperso.
Sabe que no debe mirarla de cerca, porque hay razones más terribles que tigres que le demostrarán su obligación de ser un desdichado, pero humildemente recibe esa felicidad, esa ráfaga.
Quizá en la muerte para siempre seremos, cuando el polvo sea polvo, esa indescifrable raíz, de la cual para siempre crecerá, ecuánime o atroz, nuestro solitario cielo o infierno.

De banda sonora

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Roque Dalton

EL VANIDOSO
Yo sería un gran muerto.
Mis vicios entonces lucirían como joyas antiguas
con esos deliciosos colores del veneno.
Habría flores de todos los aromas en mi tumba
e imitarían los adolescentes mis gestos de júbilo,
mis ocultas palabras de congoja.
Tal vez alguien diría que fui leal y fui bueno.
Pero solamente tú recordarías
mi manera de mirar a los ojos.

lunes, mayo 15, 2006

Valparaíso

Italo Calvino Las ciudades invisibles (fragmento)"


En la vida de los emperadores hay un momento que sucede al orgullo por la amplitud inconmensurable de los territorios que hemos conquistado, a la melancolía y al alivio de saber que pronto renunciaremos a conocerlos y a comprenderlos, una sensación como de vacío que nos asalta una noche junto con el olor de los elefantes después de la lluvia y de la ceniza de sándalo que se enfría en los braseros, un vértigo que hace temblar los ríos y las montañas historiados en la leonada grupa de los planisferios, enrolla uno sobre otro los despachos que anuncian el derrumbe, de derrota en derrota, de los últimos ejércitos enemigos y resquebraja el lacre de los sellos de reyes que jamás oímos nombrar, que imploran la protección de nuestras huestes triunfantes a cambio de tributos anuales en metales preciosos, pieles curtidas y caparazones de tortuga; es el momento desesperado en que se descubre que ese imperio que nos había parecido la suma de todas las maravillas es un desmoronarse sin fin ni forma, que la gangrena de su corrupción está demasiado avanzada para que nuestro cetro pueda ponerle remedio, que el triunfo sobre los soberanos enemigos nos ha hecho herederos de su larga ruina. (...)Partiendo de allá y andando tres jornadas hacia levante, el hombre se encuentra en Diomira, ciudad con sesenta cúpulas de plata, estatuas de bronce de todos los dioses, calles pavimentadas de estaño, un teatro de cristal, un gallo de oro que canta todas las mañanas en lo alto de una torre. Todas estas bellezas el viajero ya las conoce por haberlas visto también en otras ciudades. Pero es propio de ésta que quien llega una noche de septiembre, cuando los días se acortan y las lámparas multicolores se encienden todas a la vez sobre las puertas de las freidurías, y desde una terraza una voz de mujer grita: ¡uh!, se pone a envidiar a los que ahora creen haber vivido ya una noche igual a ésta y haber sido aquella vez felices. "